He escuchado muchas veces que los libros tienen alma, como una esencia o perfume de su creador, algo onírico que destila a lo largo del tiempo. Sin embargo, los libros de texto sin alma rigen nuestras vidas.
Para exhalar dicha cualidad, el autor debe tener la capacidad de equivocarse para bien o para mal.
Los libros de texto que empleamos con objetivos formativos, tratan de alcanzar lo que se conoce por” neutralidad”. Lo transmiten en su estilo, contenido, formato y estética.
En definitiva, están dotados de forma innata de un carácter impersonal y anodino, tratan de pasar desapercibidos.
Para empezar, son obras colectivas donde intervienen una timorata de sujetos pasivos, que buscan la máxima aceptación de la comunidad educativa:
Tres autores, dos revisores técnicos, un editor para el proyecto que depende a su vez de otro editor, un ayudante, un diseñador de cubierta y otro para el interior, alguien con las fotografías, un compositor, todo ello sin contar con la impresión y la distribución.
Están por tanto, construidos desde la generalidad para la totalidad.
Los casos se suceden en los mismos lugares, contextos uniformados, donde las grandes capitales están conectadas por trenes de horarios misteriosos conocidas sus velocidades.
En estos espacios purgan sus personajes, un García le pide a un Pérez consejos tributarios. Que si trabaja en una compañía de gran prestigio, con una brillante estrategia de marketing, y que si su salario bruto anual asciende a “taitantos”. La historia de siempre, la misma voz, los mismos gestos, imágenes con ojos pixelados que se apilan para no derrumbarse.
Los alumnos no se ven reflejados en esta realidad paralela, no se identifican con los personajes de ficción. Su vida se asemeja más a la picaresca que a la novela de ensayo, por el camino medio debemos purgar los libros de texto sin alma.